El día que las nubes bajaron hasta mi ventana, mi hija entró a nuestra habitación, aún dormíamos y nos despertó. Estaba asombrada porque todo estaba blanco afuera, eso no era usual en la ciudad. Me levanté rápido. Está lloviendo, le pregunté, me respondió, no, eso es lo raro, no es lluvia, es neblina. Waoo, le dije.

Emocionadas subimos a la terraza y la ciudad estaba vestida de novia, aunque no se veía nada, la sensación era hermosa. Los edificios se escondían bajo un  manto de nubes. Miré hacia el mar, el sol sin prisa se asomaba, parecía una luna llena que con su luz hacía un camino de oro sobre el agua en pleno amanecer.

Vivo sorprendida por lo sublime de la vida, no tengo remedio, pero confieso que esta mañana de noviembre, inmaculada,  me sorprendió, me cautivó con su exquisita, pero inusual belleza. A esto le llamo regalos del amor del divino, Dios, que están por todos lados a la espera de ser apreciados.

Gracias, gracias, gracias.