Salí temprano de la casa, tenía que hacer varias diligencias. Tomé el ascensor, se detuvo dos pisos abajo, y entraron dos personas jóvenes, no saludaron. Conversaban entre ellos, eran dos técnicos de una empresa de telecomunicaciones. El ascensor volvió a detenerse, tres personas lo esperaban. Primero entró una joven señora con un escote pronunciado, afuera se quedó una anciana, indecisa, llevaba puesto un sombrero pintoresco que decía Panamá, y la acompañaba una muchacha que vestía shorts, a media pierna, repleto de huecos. La joven señora dijo en voz alta: “entra mami” al ver que ésta sentía temor. La anciana entró apoyándose con su bastón, nos comentó que le daba pánico que el ascensor se cerrara y la aplastara; aun así, estaba risueña, y parlanchina, de buen ánimo. Miró a la chica que la acompañaba y le dijo: “bueno retomando el tema, en mi época no se usaban pantalones rotos, ni mucho menos se podía andar enseñando todo por ahí”. Su hija, la del escote, la miró seria.
En medio de la conversación, el ascensor se detuvo nuevamente, lo esperaba una señora mayor que al ver el gentío, nos miró dudando si cabía o no. Estaba vestida con una blusa turquesa con diminutas líneas doradas, peinada de salón y maquillada. Yo la conocía, siempre impecable, no recuerdo haberla visto de otra manera. Le he llegado a comentar a mi esposo que me encanta porque siempre anda arreglada, yo quisiera ser así cuando sea grande. Tener esa energía y deseos de verme bien sin importar la edad.
La animé a entrar, y le dije: “venga que aquí le hacemos un espacio”. La anciana del sombrero también le dijo en son de canto: “entre que caben cien”. La señora entró sonriendo y moviendo los hombros en son de baile, y nos dijo: “así es, pero hay que ponerle ritmo”. Las miré y sonriendo les dije: “que buen ánimo tienen”. Todos nos echamos a reír.
Mi vecina, elegante, sonrió, y nos dijo: “deberíamos felicitarnos por un día más y vivirlo con alegría”, continuó, “yo veo a la juventud seria”, y miró a los dos jóvenes, “desmotivada, y hasta con problemas de depresión”. Es así, le respondí, lo converso bastante con mis hijos adolescentes, los jóvenes deberían sonreír más, tener buen ánimo, si tienen la energía necesaria.
La señora del sombrero y sus acompañantes se despidieron con alegría. Aproveché para preguntarle a mi vecina por su nieta, hacía tiempo que no la veía, me comentó que estaba por cumplir dieciocho años. ¡No pensé que tuviera tantos! Hacía tan poco nos cruzábamos cuando la llevaba al colegio, o a cualquier actividad.
Los que quedamos, llegamos a planta baja, y salimos deseándonos un buen día, sí, hasta los técnicos reservados se fueron sonriendo.
Mientras caminaba a mi auto, recordé que hacía dos o tres años mi vecina había perdido a su única hija, una mujer tal vez de mi edad. Y ella se había hecho cargo de su nieta. Y ahí estaba, alegre, alentándonos a vivir con alegría, motivando a los jóvenes a sonreír, a agradecer y hasta a felicitarnos por un día más en esta tierra. Estoy segura de que esa mañana el ánimo nos cambió a todos, para bien. Sin duda, cada día es un regalo divino, y debemos estar agradecidos.