Yo sé dónde vive el colibrí. Lo veo cada mañana, estirando sus alas, posado en la misma ramita, su hogar. ¿Por qué habrá escogido ese pequeño árbol? En el mismo lugar hay otros más altos y frondosos. Lo más probable es que lo atrajo la abundancia de flores anaranjadas y amarillas de colores vibrantes, néctar seguro. Pense: prefirió alimentarse que resguardarse, luce sereno, no necesita nada más.
Cada vez que paso frente a ese arbusto, de ramas delgadas y hojas diminutas no puedo evitar elevar la mirada hasta las alturas de los más frondosos que lo rodean. Una hoja de esos es más grande que la palma de mi mano, y para el colibrí hubiese sido, no solo su techo, sino el mismo cielo que lo cobijaría del sol, la lluvia, y el viento. Sería su escondite secreto, pero no, él eligió el más pequeño. Y es que cada paso que damos es una elección, y también una renuncia, es tomar y soltar, sí, porque elegir es renunciar siempre a algo.
Este pequeño amiguito debe encontrarse en el atardecer de su vida, donde se pierden los miedos, y el tiempo se vuelve nuestro aliado. Ya no hay prisas, ni tormentas que nos intimiden. Seleccionamos con el corazón, desde adentro, no seguimos corrientes, ni modas. Entre más natural y sublime, más lujoso. Las joyas del planeta se nos dan gratis. No existe diamante más brillante, ni más grande que el sol al amanecer. No hay piso más fino que la tierra mojada besando tus pies descalzos. No hay techo que se iguale a la majestuosidad de una noche estrellada. No hay celebración más ostentosa que un corazón alegre y un alma agradecida. Y no hay lugar más seguro que aquel donde nos sentimos amados, adorados y bendecidos, sí, me refiero al hogar, dulce hogar.